lunes, 29 de marzo de 2010

EL CAMINO DE MARIA . Inscripcion de virgenmaria

EL CAMINO DE MARÍA

Soy todo tuyo y todas mis cosas Te pertenecen. Te pongo al centro de mi vida. Dame tu Corazón, oh María.

Soy todo tuyo, María
Madre de nuestro Redentor
Virgen Madre de Dios, Virgen piadosa. Madre del Salvador del mundo. Amen.

Oh Virgen fiel, que fuiste siempre solícita y dispuesta a recibir, conservar y meditar la Palabra de Dios!: Haz que también nosotros, en medio de las dramáticas vicisitudes de la historia, sepamos mantener siempre intacta nuestra fe cristiana.

Oh Dios Padre Misericordioso, que por mediación de Jesucristo, nuestro Redentor, y de su Madre, la Bienaventurada Virgen María, y la acción del Espíritu Santo, concediste a tu Siervo Juan Pablo II, Servus Servorum Dei, la gracia de ser Pastor ejemplar en el servicio de la Iglesia peregrina, de los hijos e hijas de la Iglesia y de todos los hombres y mujeres de buena voluntad, haz que yo sepa también responder con fidelidad a las exigencias de la vocación cristiana, convirtiendo todos los momentos y circunstancias de mi vida en ocasión de amarte y de servir al Reino de Jesucristo. Te ruego que te dignes glorificar a tu Siervo Juan Pablo II, Servus Servorum Dei, y que me concedas por su intercesión el favor que te pido... (pídase). A Tí, Padre Omnipotente, origen del cosmos y del hombre, por Cristo, el que vive, Señor del tiempo y de la historia, en el Espíritu Santo que santifica el universo, alabanza, honor y gloria ahora y por los siglos de los siglos. Amén.

Padrenuestro, Avemaría, Gloria.

MARÍA MEDIADORA DE TODAS LAS GRACIAS

Maternidad espiritual de María

La Santísima Virgen, predestinada, junto con la Encarnación del Verbo, desde toda la eternidad, cual Madre de Dios, por designio de la Divina Providencia, fue en la tierra la esclarecida Madre del Divino Redentor, y en forma singular la generosa colaboradora entre todas las criaturas y la humilde esclava del Señor. Concibiendo a Cristo, engendrándolo, alimentándolo, presentándolo en el templo al Padre, padeciendo con su Hijo mientras El moría en la Cruz, cooperó en forma del todo singular, por la obediencia, la fe, la esperanza y la encendida caridad en la restauración de la vida sobrenatural de las almas. por tal motivo es nuestra Madre en el orden de la gracia. (Lumen Gentium, 61)

María, Mediadora

62. Y esta maternidad de María perdura sin cesar en la economía de la gracia, desde el momento en que prestó fiel asentimiento en la Anunciación, y lo mantuvo sin vacilación al pie de la Cruz, hasta la consumación perfecta de todos los elegidos. Pues una vez recibida en los cielos, no dejó su oficio salvador, sino que continúa alcanzándonos por su múltiple intercesión los dones de la eterna salvación. Con su amor materno cuida de los hermanos de su Hijo, que peregrinan y se debaten entre peligros y angustias y luchan contra el pecado hasta que sean llevados a la patria feliz. Por eso, la Santísima Virgen en la Iglesia es invocada con los títulos de Abogada, Auxiliadora, Socorro, Mediadora. Lo cual, sin embargo, se entiende de manera que nada quite ni agregue a la dignidad y eficacia de Cristo, único Mediador.

Porque ninguna criatura puede compararse jamás con el Verbo Encarnado nuestro Redentor; pero así como el sacerdocio de Cristo es participado de varias maneras tanto por los ministros como por el pueblo fiel, y así como la única bondad de Dios se difunde realmente en formas distintas en las criaturas, así también la única mediación del Redentor no excluye, sino que suscita en sus criaturas una múltiple cooperación que participa de la fuente única. La Iglesia no duda en atribuir a María un tal oficio subordinado: lo experimenta continuamente y lo recomienda al corazón de los fieles para que, apoyados en esta protección maternal, se unan más íntimamente al Mediador y Salvador. (Lumen Gentium, 62)

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TOTUS TUUS

Soy todo tuyo y todas mis cosas Te pertenecen. Te pongo al centro de mi vida. Dame Tu corazón, oh María.

Soy todo tuyo, María
Madre de nuestro Redentor
Virgen Madre de Dios, Virgen piadosa. Madre del Salvador del mundo. Amen.

Marisa y Eduardo Vinante

Editores de "El Camino de María".

CATEQUESIS DEL SIERVO DE DIOS JUAN PABLO II

 

MARÍA EN EL CAMINO HACIA EL PADRE

Audiencia General del miércoles 12 de enero de 2000

El ESPÍRITU SANTO Y LOS SIGNOS DE LOS TIEMPOS

Audiencia General del miércoles 23 de septiembre de 1998

MARÍA EN EL CAMINO HACIA EL PADRE

Queridos hermanos y hermanas:

1. Completando nuestra reflexión sobre María al concluir el ciclo de catequesis dedicado al Padre, hoy queremos subrayar su papel en nuestro camino hacia el Padre. Él mismo quiso la presencia de María en la historia de la salvación. Cuando decidió enviar a su Hijo al mundo, quiso que viniera a nosotros naciendo de una mujer (cf. Ga 4, 4). Así quiso que esta mujer, la primera que acogió a su Hijo, lo comunicara a toda la humanidad. Por tanto, María se encuentra en el camino que va desde el Padre a la humanidad como Madre que da a todos a su Hijo, el Salvador. Al mismo tiempo, está en el camino que los hombres deben recorrer para ir al Padre, por medio de Cristo en el Espíritu (cf. Ef 2, 18).

2. Para comprender la presencia de María en el itinerario hacia el Padre debemos reconocer, con todas las Iglesias, que Cristo es "el camino, la verdad y la vida" (Jn 14, 6) y el único Mediador entre Dios y los hombres (cf. 1 Tm 2, 5). María se halla insertada en la única mediación de Cristo y está totalmente a su servicio. Por consiguiente, como subrayó el Concilio en la Lumen gentium, "la misión maternal de María para con los hombres de ninguna manera disminuye o hace sombra a la única mediación de Cristo, sin
o que manifiesta su eficacia" (n. 60). No afirmamos un papel de María en la vida de la Iglesia fuera de la mediación de Cristo o junto a ella, como si se tratara de una mediación paralela o en competencia con la de Cristo.

Como afirmé expresamente en la encíclica Redemptoris Mater, la mediación materna de María "es mediación en Cristo" (n. 38). El Concilio explica: "Todo el influjo de la santísima Virgen en la salvación de los hombres no tiene su origen en ninguna necesidad objetiva, sino en que Dios lo quiso así. Brota de la sobreabundancia de los méritos de Cristo, se apoya en su mediación, depende totalmente de ella, y de ella saca toda su eficacia; favorece, y de ninguna manera impide, la unión inmediata de los creyentes con Cristo" (Lumen gentium, 60).

También María fue redimida por Cristo; más aún, es la primera de los redimidos, dado que la gracia que Dios Padre le concedió al inicio de su existencia se debe "a los méritos de Jesucristo, Salvador del género humano", como afirma la bula Ineffabilis Deus del Papa Pío IX (DS 2803). Toda la cooperación de María en la salvación está fundada en la mediación de Cristo, la cual, como precisa también el Concilio, "no excluye sino que suscita en las criaturas una colaboración diversa que participa de la única fuente" (Lumen gentium, 62).

La mediación de María, considerada desde esta perspectiva, se presenta como el fruto más alto de la mediación de Cristo y está esencialmente orientada a hacer más íntimo y profundo nuestro encuentro con él: "La Iglesia no duda en atribuir a María esta misión subordinada, la experimenta sin cesar y la recomienda al corazón de sus fieles para que, apoyados en su protección maternal, se unan más íntimamente al Mediador y Salvador" (ib.).

3. En realidad, María no quiere atraer la atención hacia su persona. Vivió en la tierra con la mirada fija en Jesús y en el Padre celestial. Su deseo más intenso consiste en hacer que las miradas de todos converjan en esa misma dirección. Quiere promover una mirada de fe y de esperanza en el Salvador que nos envió el Padre. Fue modelo de una mirada de fe y de esperanza sobre todo cuando, en la tempestad de la pasión de su Hijo, conservó en su corazón una fe total en él y en el Padre. Mientras los discípulos, desconcertados por los acontecimientos, quedaron profundamente afectados en su fe, María, a pesar de la prueba del dolor, permaneció íntegra en la certeza de que se realizaría la predicción de Jesús: "El Hijo del hombre (...) al tercer día resucitará" (Mt 17, 22-23). Una certeza que no la abandonó ni siquiera cuando acogió entre sus brazos el cuerpo sin vida de su Hijo crucificado.

4. Con esta mirada de fe y de esperanza, María impulsa a la Iglesia y a los creyentes a cumplir siempre la voluntad del Padre, que nos ha manifestado Cristo. Las palabras que dirigió a los sirvientes, para el milagro de Caná, las repite a todas las generaciones de cristianos: "Haced lo que él os diga" (Jn 2, 5).

Los sirvientes siguieron su consejo y llenaron las tinajas hasta el borde. Esa misma invitación nos la dirige María hoy a nosotros. Es una exhortación a entrar en el nuevo período de la historia con la decisión de realizar todo lo que Cristo dijo en el Evangelio en nombre del Padre y actualmente nos sugiere mediante el Espíritu Santo, que habita en nosotros.Si hacemos lo que nos dice Cristo, el milenio que comienza podrá asumir un nuevo rostro, más evangélico y más auténticamente cristiano, y responder así a la aspiración más profunda de María.

5. Por consiguiente, las palabras: "Haced lo que él os diga", señalándonos a Cristo, nos remiten también al Padre, hacia el que nos encaminamos. Coinciden con la voz del Padre que resonó en el monte de la Transfiguración: "Este es mi Hijo amado (...), escuchadlo" (Mt 17, 5). Este mismo Padre, con la palabra de Cristo y la luz del Espíritu Santo, nos llama, nos guía y nos espera. Nuestra santidad consiste en hacer todo lo que el Padre nos dice. El valor de la vida de María radica precisamente en el cumplimiento de la voluntad divina. Acompañados y sostenidos por María, con gratitud recibimos el nuevo milenio de manos del Padre y nos comprometemos a corresponder a su gracia con entrega humilde y generosa.

EL ESPÍRITU SANTO Y LOS SIGNOS DE LOS TIEMPOS

Queridos hermanos y hermanas:

1. En la Carta Apostólica Tertio millennio adveniente, refiriéndome al año dedicado al Espíritu Santo, exhorté a toda la Iglesia a «descubrir al Espíritu como aquel que construye el reino de Dios en el curso de la historia y prepara su plena manifestación en Jesucristo, animando a los hombres en su corazón y haciendo germinar dentro de la vivencia humana las semillas de la salvación definitiva que se dará al final de los tiempos» (n. 45).

2. La Iglesia, para cumplir este «deber permanente» suyo (cf. ib., 4), está invitada a redescubrir de modo cada vez más profundo y vital que Jesucristo, el Señor crucificado y resucitado es «la clave, el centro y el fin de toda la historia humana» (ib., 10). El constituye «el punto en el que convergen los deseos de la historia y de la civilización, centro del género humano, gozo de todos los corazones y plenitud de sus aspiraciones» (ib., 45). Asimismo la Iglesia reconoce que sólo el Espíritu Santo, al imprimir en el corazón de los creyentes la imagen viva del Hijo de Dios hecho hombre, puede hacerlos capaces de escrutar la historia, descubriendo en ella los signos de la presencia y de la acción de Dios.

El apóstol san Pablo escribe: «¿Quién conoce lo íntimo del hombre, sino el espíritu del hombre que está en él? Del mismo modo, nadie conoce lo íntimo de Dios, sino el Espíritu de Dios. Y nosotros no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu que viene de Dios, para conocer las gracias que Dios nos ha otorgado» (1 Co 2, 11-12). Sostenida por este don incesante del Espíritu la Iglesia experimenta con íntima gratitud que «la fe lo ilumina todo con una luz nueva y manifiesta el plan divino sobre la vocación integral del hombre, y por ello dirige la mente hacia soluciones plenamente humanas» (Gaudium et spes, 11).

3. El Concilio Vaticano II, con una expresión tomada del lenguaje de Jesús mismo, designa como «signos de los tiempos» (ib., 4) los indicios significativos de la presencia y de la acción del Espíritu de Dios en la historia. La advertencia que dirige Jesús a sus contemporáneos resuena fuerte y saludable también para nosotros hoy: «Sabéis interpretar el aspecto del cielo y no podéis interpretar los signos de los tiempos. ¡Generación malvada y adúltera! Pide un signo y no se le dará otro signo que el signo de Jonás» (Mt 16, 3-4). En la perspectiva de la fe cristiana, la invitación a discernir los signos de los tiempos corresponde a la novedad escatológica introducida en la historia por la venida del Espíritu Santo a nosotros (cf. Jn 1, 14)

4. Como primogénito entre muchos hermanos (cf. Rm 8, 29) Cristo fue el primero en vencer la «tentación» diabólica de servirse de medios mundanos para realizar la venida del reino de Dios. Eso aconteció desde las pruebas mesiánicas en el desierto hasta el sarcástico reto que le dirigieron mientras estaba clavado en la cruz: «Si eres Hijo de Dios, baja de la cruz» (Mt 27, 40). En Jesús crucificado se da una especie de transformación y concentración de los signos: él mismo es el «signo de Dios», sobre todo en el misterio de su muerte y resurrección. Para discernir los signos de su presencia en la historia es preciso liberarse de toda pretensión mundana y acogerel Espíritu que «todo lo sondea, hasta las profundidades de Dios» (1 Co 2, 10).

5. Si nos preguntáramos cuándo tendrá lugar la realización del reino de Dios, Jesús nos respondería, como a los Apóstoles, que a nosotros no toca «conocer los tiempos y los momentos que el Padre ha fijado con su autoridad» (Hch 1, 7). Jesús nos pide también a nosotros que acojamos la fuerza del Espíritu, para ser sus testigos «en Jerusalén, en toda Judea y Samaría, y hasta los confines de la tierra» (Hch 1, 8). La disposición providencial de los signos de los tiempos se hallaba escondida primero en el secreto del designio del Padre (cf. Rm 16, 25; Ef 3, 9). Luego hizo irrupción en la historia y en ella se desarrolló con el signo paradójico del Hijo crucificado y resucitado (cf. 1 P 1, 19-21). Es acogida e interpretada por los discípulos de Cristo a la luz y con la fuerza del Espíritu, en espera vigilante y activa de la llegada definitiva que llevará a plenitud la historia, más allá de sí misma, en el seno del Padre.

6. Así, por disposición del Padre, el tiempo se despliega como una invitación a «conocer el amor de Cristo, que excede a todo conocimiento» para irse «llenando hasta la total plenitud de Dios» (Ef 3, 19). El secreto de este camino es el Espíritu Santo, que nos guía «hasta la verdad completa» (Jn 16, 13). Con el corazón confiadamente abierto a esta perspectiva de esperanza, invoco del Señor la abundancia de los dones del Espíritu para toda la Iglesia «a fin de que la "primavera" del Concilio Vaticano II encuentre en el nuevo milenio su "verano", es decir, su desarrollo maduro».

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